Angels & Demons

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lunes, 4 de abril de 2011

Algo para animar el ansia y el placer =)

Las risas de mis amigas se oían a lo lejos. Sacudí la cabeza, sonriendo, y continué hacia mi casa, a la afueras.
Abrí la puerta y dejé la mochila en el suelo y las llaves en un cajón y me dirigí a la cocina. En la puerta del frigorífico, sujeta con un imán, una pequeña nota, en la que reconocí la apresurada letra de mi madre, me avisaba de que mis padres habían salido y de que volverían al anochecer. Hice una bola con el papelito y la arrojé a la papelera. Había comido en el colegio, así que no tenía hambre, y estaba deseando hacer otra cosa: continuar con la lectura de la novela que estaba leyendo, <<Vida secreta de un asesino en serie>>.
Antes de tumbarme a leer, abrí la ventana de mi cuarto. Desde mi habitación, en el segundo piso, se distinguían unas vistas magníficas. La urbanización en la que vivía, una serie de casitas adosadas de dos pisos y jardines bien cuidados, estaba muy cerca de un parque de altos árboles, que en aquella época del año se encontraban adornados con multitud de flores de colores pálidos. Una agradable brisa mecía las ramas y me agitaba los cabellos, produciéndome una agradable sensación. Con las cortinas descorridas, para que entrase aire fresco, me recosté sobre mi colcha de colores y abrí el libro.
El autor sabía como atrapar lentamente al lector, tejiendo una trama de psicología y hechos, de actuaciones, consecuencias y pensamientos muy interesante que te enganchaba y te impedía dejar de leer. El protagonista medía con cuidado todos y cada uno de los detalles de su plan, los posibles imprevistos y todo lo que pudiese salir mal. Planeaba con dedicación y delicadeza cada paso que tenía que dar para matar a su víctimas, que escogía con un patrón predefinido: chicas jóvenes, altas, morenas, independientes y de carácter extrovertido.
Sus planes también eran muy similares entre sí. Salía de su casa y caminaba, aparentemente sin rumbo fijo, a través de diversas calles, haciendo giros, volviendo sobre sus pasos, a veces, y mirando de vez en cuando hacia atrás, para comprobar que no le seguía nadie hasta que, finalmente, llegaba a casa de su víctima.
Llamaba a la puerta con golpes lentos y torpes, y en cuanto abrían la puerta, las engañaba con alguna excusa sin sentido para que la dejasen pasar y las sedaba. Era entonces cuando preparaba su sesión de tortura.
Escogía entonces, de entre su arsenal y siempre tras haberse asegurado de que estaban bien atadas y amordazadas, el objeto con el que comenzaría a torturarlas. Su maletín estaba bien provisto y, entre otras cosas, contaba con objetos afilados como la cuchilla de un patín de hielo, un hacha o una maquinilla de afeitar, y algunos objetos puntiagudos, como perchas o ganchos. También contenía un par de frascos de contenido sospechoso.
El protagonista era cruel y despiadado, y su tortura, al igual que sus planes, impecable. Tan pronto la pinchaba con una chincheta o le cortaba en la mejilla con la maquinilla de, como le clavaba a en la pierna un destornillador o le cortaba una mano con un cuchillo de carnicero. Y, para aumentar la agonía, vertía el alcohol de la botella pequeña en los rasguños de poca importancia y el ácido de la botella más grande en las heridas más profundas. La tortura obtenía el efecto deseado, y la víctima gritaba con desesperación y se retorcía de dolor, aunque la mordaza impedía que profiriese sonido alguno.
Dependiendo del aguante y la fortaleza de la persona atacada, la tortura duraba más o menos tiempo. Él prefería que aguantasen más tiempo, pero todas acababan desmayadas. Y entonces morían sin piedad, con un leve corte en el cuello.
Tras recogerlo todo cuidadosamente, abandonaba la casa y volvía a su hogar. EN algunas ocasiones se cruzaba con los padres de su víctima, a las que conocía por sus investigaciones exhaustivas, y no podía evitar sonreírse ante la imagen del horror que reflejaría su rostro apenas minutos después. Otras veces de cruzaba con grupos de estudiantes, que charlaban animadamente.
Ya en casa, a las afueras, limpiaba sus herramientas con cuidado y, después, se asomaba a la ventana. Justo en frente, en la casa vecina, una chica leía un libro. Alta, morena, sola en casa… Inocente, y recostada sobre una cocha multicolor, inconsciente de que quizá fuese la próxima víctima.

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